Columna publicada en los escombros del periódico La Catarina

miércoles, 30 de junio de 2010

Esquizomicetus


cuando Cristo empezaba

ya pensaba todo el tiempo

en la cruz

si me bajara de ésta

aquí

sería tan sólo para encontrar una mejor

Charles Bukowski

Camino por las calles de este colorido pueblo estudiantil, turístico, comercial. Por las mañanas me cruzo con el seductor olor de un carrito de tamales entre rítmicos camiones gaseros, por las noches brinco sobre el vómito de alguna mujer en minifalda. Un pueblo tan gráficamente rebanado que atrapa, sobre todo a la mirada temporal, la mirada morbosa y autocomplaciente. Mientras camino no puedo alejar de mi una fuerte sensación de desperdicio, eso que sucede alrededor, jaula que me condiciona, no es más que un rollo de papel mojado inutilizable, sobras de buffet: la vida misma (pasando ante mi).

Al principio quiero creer que aquello lo piensan mis ojos de privilegio aparente: sin trabajo, sin hijos, sin hambre, sin enfermedad. Pero no. Lo veo también en el despilfarro de los fanáticos religiosos, de los obesos mórbidos, de los estudiantes de trámite, en las amas de casa sumisas, en los profesores en serie, en el hombre que empuja el carrito de tamales, y lo vuelvo a ver en el cruel espejo.

La idea de desperdicio se despliega, se abre como abanico y todas sus posibilidades caben en el instante: que menospreciada vive la Fotografía. En el panorama por el que camino se desdobla el bagazo ciudadano, generacional, profesional, intelectual (en el sentido más estricto de la palabra, por supuesto), laboral, personal, hasta llegar al existencial. El tiempo que nos contiene no es más que la banda transportadora de las vacas de un rastro. Pero éste es más jodido, es hipócrita consigo mismo, celebra lo inexistente y niega lo inevitable, la permanencia en la banda es objetivo festivo. En el trayecto se hace lo posible no sólo por mantenerse en ella, sino por decorar el rastro, por disfrutar; la carne mata por pasar por los territorios más limpios del recinto, cuando al final es la misma sangre que escurre por sus canales, el mismo olor a muerte, el mismo desperdicio de lo que sucede en el recorrido.

Esto en ningún momento pretende convocar a los suicidas a un ejercicio colectivo ni mucho menos. Aunque la imagen baila con el absurdo, el sentir inspira motivación en el desempeño de mi propio desperdicio, me provoca querer poner la canción óptima para danzar con el mío, burlarme de él y besarlo sin agradecer.

En la fotografía de este pueblo el son últimamente parece soso y el ritmo predecible, seguramente como el que guía mis pasos, seguramente como ha sido siempre. Todo es lo mismo.


p.

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