Columna publicada en los escombros del periódico La Catarina

miércoles, 30 de junio de 2010

Sindiquiet

La H. Planta docente de la universidad salta en un tombling, como hay unos más gordos es normal salpicar a los más chamacos, que como salen volando igual se vuelven a trepar. Cuando alrededor sólo había milpas y la vida era en blanco y negro, los académicos exigían garantías y regulaban, digamos, el peso y el brincar de los que se subían, para evitar accidentes, por seguridad.

A grandes rasgos una universidad privada se distinguía porque, además de tener mujeres más guapas, congregaba a estudiantes-clientes, y con el dinero que entraba alguna superioridad se ofrecía cambio (aunque esta, en muchos casos, se quedara en el punto de las mujeres). Con tiempo y una lupa de no tan alto calibre, es fácil notar que una segunda distinción de sus populares y públicos símiles, es un cuerpo académico laboralmente desprotegido, vulnerable, segregado.

Por supuesto, estos no es cosa de universidades y cómo se iban a poder salvar. La tendencia es encuerar. Derivado también de una historia muy sucia de los sindicatos mayores, liderado por el salón de la fama de monstruos mexicanos: Elba Esther o el siempre momia Fidel, por ejemplo. Pero hay muchos más igual de monstruos, y como de aliados tenían a los órganos estatales los privados prefirieron prescindir de ellos. Y así, en aras de evitar la mafia se silenció a los trabajadores, se les limitó a decir buenos días y pasar su tarjeta. A mover la cola cada quincena.

Cada vez quedan menos organizaciones de defensa al trabajador. Sí, los que hay pueden ser sucios y detestables, pero no menos que las instituciones de las que dependen. Peor: no menos que aquellas instituciones sin sindicatos. Algunos sindicatos carecen de transparencia, sí, pero la solución no es desaparecerlos, de ser así la democracia se hubiera abolido hace mucho.

La Compañía de Luz y fuerza fue tomada por policías federales, se atisba un devenir en obscuridad. Mientras universidades como esta se convierten en incubadoras de crueles patrones, o lo que es mucho peor, de más empleados subordinados para los que la palabra sindicato, sentados en sus cubículos, les provoque escalofríos y ni siquiera sepan por qué. Universidad-fábrica de robots programados a repetir las palabras de su rector, de sus profesores de negocios: más empresas más empleo. Lo qué no dicen es qué tipo de empleos.

No es necesario un vistazo a la maquiladora fronteriza, ni un puñado de historias jodidas. Basta con ver alrededor, preguntarle a un profesor si se siente satisfecho, si cree que le pagan lo justo, si siente el gasto de su honorarios comparable con el gasto en jardines. Preguntarle lo mismo al de intendencia, a la secretaria, o al jardinero, sería un drama mayor que, para este texto, raya en la cursilería.

Las casas están vacías, queda el rastro de un escudo que alguna vez estuvo allí, como la silueta de un sillón en un rincón, el tapiz despegándose de la pared, sólo siluetas. Un ciego sentado observa el letrero, espera a que vengan a pegarle el código de barras. Entonces recuerda: - pero yo no soy ciego, soy mudo.


Evaristo Galvanduque

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