Columna publicada en los escombros del periódico La Catarina

martes, 29 de junio de 2010

Pantano de la pestilencia


El agua corre por los ríos o se regocija en el revolver marino; siempre se mueve. Si no fluye se estanca, y nosotros somos agua. Nuestra economía por ejemplo, es un estanque lleno de mierda. Acumulado en depósitos, contaminado, agua que no se mueve de lugar. Recursos concentrados en unas cuantas albercas artificiales, cloradas cada mañana para evitar que apeste.

La conciencia social del mercado japonés, en sus generalidades de distribución, admite una alta de precios en la venta final de sus productos con tal de mantener el agua corriendo: la economía salpicando a varias familias para poder comer.

Aquí, en cambio, la mayoría de las familias viven secas. Con la piel cuarteada, los labios blancos, las costillas asomadas. Mientras otras, poquísimas, tienen a sus hijos con la piel arrugada de tanto sumergirlos. Son buzos profesionales que ennegrecen lo que otrora fue transparente. No existe un sistema de riego que distribuya la abundancia del líquido que se echa a perder.

No sólo es la economía a donde se extiende la también estancada analogía. El poder político se encierra y envejece conservado: gordos en abundancia, mafia pueril, asesinos autosustentados. Algunos se apoyan en la metralleta de oro, otros en la paridora cruz divina, unos menos en el pauperrimo ignorante; en algunos casos utilizan la academia como trampolín, en otros lo utilizan como colchón. Todos tienen el mismo salpicar en los ojos, gotitas de poder que nublan la vista.

Si no son los políticos son la fronteras, inspiradas en la rancia idea del estado nación, cada vez más aplaudido con efecto de los doscientos años de (sólo) aparente independencia y cien de la revolución de la institución. Las fronteras que matan, al sur y al norte, fronteras de lo otro, de lo ajeno, del sueño que se hace pesadilla. Delimitan el estanque de una población putrefacta, pestilente; desesperada por salir de él, así deje mujeres y niños detrás, únicos habitantes de los pueblos olvidados: pueblos sin hombres, pueblos de remesas y varillas al aire.

Basta con echar una mirada a lo que todavía flota, entre latas y deshechos. Homenaje al escritor del estado, con medalla y reverencia; deportistas mediocres aspirando a cargos públicos o retiros cómodos; ladrones uniformados con la insignia nacional, militares obstruyendo civiles; guerras territoriales entre mafias, oficiales o no; televisiones hipnotizantes, llenas de mentira, tomadas con descaro; democracia muerta, pestilente, como pez flotando en agua residual.

Nuestras aguas requieren de un filtro y una distribución urgente, se acumulan en demasía y se les mantiene estáticas. Pocas son las llaves que se abren a granel para encharcar los pies, para lavarlos de la porquería que se pisa alrededor. La sequía se aproxima, en ciudades fundadas sobre abundantes brotes acuíferos. Fluyamos pues, como el agua que somos, hacia dónde sea, pero dejemos de apostarle al mediocre contenedor inmóvil y condescendiente. A nuestro pantano de la pestilencia.


Evaristo Galvanduque

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